Paso fronterizo en San Antonio del Táchira: El salvavidas de quienes migran

La época decembrina ha motivado a muchos informales a ofrecer ropa y calzado

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Venezuelan citizens cross the Simon Bolivar international bridge from San Antonio del Tachira in Venezuela to Norte de Santander province of Colombia on February 10, 2018. Oil-rich and once one of the wealthiest countries in Latin America, Venezuela now faces economic collapse and widespread popular protest. / AFP PHOTO / GEORGE CASTELLANOS

Por la avenida Venezuela, en San Antonio del Táchira, no solo transitan a diario miles de ciudadanos para cruzar a Colombia. Pegados a las islas, que dividen a la convulsa arteria vial, están decenas de vendedores informales que ofrecen variedad de productos, desde tempranas horas de la mañana, y hasta entrada la noche.

Esta vía se ha convertido en el “salvavidas” para quienes han huido de sus regiones como consecuencia de la crisis. Algunos, por no poseer los documentos en regla para salir del país, se unen a la informalidad de la frontera; otros, alertados por la ola de xenofobia o por no contar con los recursos necesarios, ven en la zona una especie de “alivio”.

Los acentos develan, en cierta forma, el gentilicio de los que allí laboran. Todos son venezolanos pero de diferentes latitudes. También están quienes son autóctonos de la jurisdicción fronteriza. Esta mezcla de modismos está signada por la crisis país. Todos anhelan ganar pesos para ayudar a los parientes que dejaron en sus zonas de origen.

La época decembrina ha motivado a muchos informales a ofrecer ropa y calzado. A largo de la avenida, estos puestos son los que más prevalecen, además de las ventas de comida y refrescos. Otros, por falta de recursos, solo ofrecen golosinas para el deleite del paladar de los cientos de venezolanos que atraviesan la vía.

La palabra “bolívares” no se escucha al momento de dar precios. El monto lo tienen en pesos, algo que ya se ha tornado habitual en la ciudad de San Antonio del Táchira. Sin embargo, cuando un cliente asoma la posibilidad de pagar en bolívares -pocos lo hacen-, el vendedor suele aceptar.

A las 6:00 a.m., hora en la que se abre el paso por el puente internacional Simón Bolívar, muchos ya tienen sus tarantines instalados. Madrugan con el fin de aprovechar al máximo el mar humano que cruza por la arteria y que, en reiteradas ocasiones, voltea su mirada hacia donde están ellos.

Las reglas del juego

Gran parte de los vendedores informales, desplegados por la concurrida avenida, cuentan con un permiso de la alcaldía para trabajar en la zona hasta el 10 enero del 2020. “La idea es que trabajen en orden, que mantengan limpio el espacio”, resaltó la máxima autoridad local, Willian Gómez.

“Lo importante es que no se conviertan en un problema, sino en una oportunidad. Por eso los ubicamos en una orilla de las islas, para que no obstruyeran las aceras y las fachadas de los establecimientos que allí operan”, aclaró Gómez, quien no descarta que el permiso sea extendido, si se apegan a las normas acordadas.

“Hay días buenos y otros no tan buenos”

Mabel Pérez llega todos los días a las 6:00 a.m. a la avenida Venezuela, donde instala su puesto de golosinas y refrescos. Allí pasa 15 horas. A las 9:00 p.m., cuando el puente cierra, recoge sus elementos de trabajo y se dirige a la habitación que paga en pesos. “Del año que llevo en la frontera, seis meses he laborado en esta arteria”, dijo.

Pérez, de Acarigua, estado Portuguesa, fue recibida en la zona por su hermana, quien le brindó el espaldarazo los primeros meses. “Ahora ella está en Perú, con su esposo”, puntualizó, para luego agregar que su pariente tiene pensado regresarse del todo. “No le ha ido tan mal, pero una vez retornen, no vuelven a migrar”, indicó.

Sus tres hijas, de 16, 13 y 10 años, son el motivo por el que decidió no irse más lejos. Otro punto, aseguró, es la xenofobia que se ha desatado en varios países de la región. “Pienso seguir acá, pues aunque no viajo a cada momento, sí estoy más cerca de mis familiares, sobre todo de mis niñas”, destacó.

La dama es consciente de la gran competencia que persiste en la avenida. “Hay días buenos y otros no tan buenos”, reconoció quien semanalmente, con lo que gana en su puesto, logra enviarle dinero a los suyos. “Mensualmente también les envío algunas cosas, más que todo alimentos”, señaló.

Aunque prefiere recibir pesos, si el cliente quiere pagar en bolívares, Pérez los recibe. “Estamos en Venezuela y no podemos negarnos”, añadió. “Los chocolates valen 1.000 pesos, las galletas 500 y los caramelos 100. Los refrescos oscilan entre 1.000 y 3.000 pesos, todo depende del tamaño y la marca”, dijo.

“Dios mediante, el 22 de diciembre, me estoy yendo a pasar la Navidad allá, en Acarigua, y en enero regreso”, aseveró quien en su tierra llevaba varios años laborando en un centro comercial. “Era bien porque tenía todos los beneficios, pero a medida que la cosa se fue poniendo fuerte, el dinero no alcanzaba. Tuve que migrar”, sentenció.

“Vine por la temporada”

Saraith Marcano, de 34 años, llegó a la frontera, proveniente de Cumaná, estado Sucre, en el mes de noviembre. Lo hizo para ayudar a su hermano por la Navidad. “Vine por la temporada”, reiteró quien el año pasado realizó la misma travesía. Su pariente ya tiene más de tres años trabajando en la zona. Se inició en la venta de accesorios para celulares y, con el tiempo, se fue diversificando.

Su puesto, ubicado en la popular avenida, exhibe gorras, jeans para damas y caballeros y blusas. Los precios, según Marcano, son asequibles e incluso más económicos que los de Cúcuta. “Un pantalón, de la misma calidad, lo tenemos en 30.000 pesos, mientras en Colombia sale en 37.000”.

En su tierra, cuando la crisis no estaba tan acentuada, Marcano y su familia se dedicaban a la producción de ropa. “Tenemos una fábrica que está paralizada actualmente”, subrayó, para luego dejar claro que este oficio no le es ajeno. “Antes la confeccionábamos y la vendíamos a comerciantes y buhoneros, ahora solo la ofrecemos”, explicó.

Sus proveedores son tanto venezolanos como colombianos. Su hermano es quien se encarga de ir buscando nueva mercancía, mientras ella atiende el negocio a cielo abierto. A cada extremo, tiene otros puestos con quienes han creado camaradería y así tener un espacio en el que reina la armonía.

“Tengo tres hijos”, reveló mientras daba cuenta de que, hasta la fecha, las ventas han tendido a la baja. “Después del 15 es que mejoran (en el momento de la entrevista era 10 de diciembre)”, pronosticó. “Mis hijos están conscientes de que no vamos a pasar la Navidad juntos. Ellos estarán con la abuela, porque mi esposo también viaja a ayudarnos”, dijo.

Tanto Saraith, como su hermano, invierten 12 horas laborando en la avenida. Ya a las 9:00 a.m. tienen armado su puesto, y a las 9:00 p.m. lo están levantando. “Así vamos todos los días. Lo que más está saliendo son las blusas de dama”, agregó.
“No quiero volver a Valencia”

Quizá lo más complicado para Osvaldo Porte, de 43 años, sea desandar a diario la avenida Venezuela, como “carruchero”. Con el sol abrasador de la frontera, el tumulto de gente a toda hora y el peso de la mercancía de los clientes, se va acumulando un cansancio que su rostro y mirada reflejan a simple vista.

Su “carrucha” no la suelta. Pareciera ser su mano derecha. Inclusive, cuando está en el puesto de golosinas, que atiende en algunos momentos y en el que obtiene ciertas ganancias, la mantiene cerca, lista para que entre en acción. “La labor de `carruchero` me da más, pues solo debo invertir en el mantenimiento, y es poco”, manifestó.

En cambio, al momento de atender el tarantín, que es de una amiga, las ganancias disminuyen, ya que en la avenida hay muchas personas dedicadas a lo mismo. Porte es oriundo de Valencia, estado Carabobo. “Allá no quiero volver, pues los bolívares que uno gana no alcanzan ni para comprarse un par de chancletas”, aseguró.

Pese al trajinar de la frontera, gana en pesos y le permite pagar por un cubículo, donde pasa la noche, y para comer. Para mandarle a sus allegados se le ha hecho cuesta arriba. “Es difícil porque tampoco es que se gane mucho”, reconoció quien en Carabobo se desempeñaba en seguridad industrial. “Este Gobierno acabó con todo y la empresa se vio en la obligación de despedirme”.

La única manera de que Osvaldo Porte retorne a Valencia es “cuando cambie de Gobierno. Las cosas mejorarían y uno volvería a trabajar en lo que sabe”, apuntó quien, por los momentos, ve en la frontera su hogar, el punto donde logra ganancias en una moneda que no se devalúa.

“Empecé vendiendo café”

Cuando Deysi Vargas, de 37 años, llegó a la frontera, el puente internacional Simón Bolívar tenía poco de haberse cerrado para paso peatonal, por orden del gobierno de Nicolás Maduro. “No tenía más dinero para seguir”, dijo, detalle que la empujó a ver en las trochas una opción de trabajo.

En las entradas de esos “caminos verdes” se inició en la venta de café. Solo duró un mes caminando para ofrecer el “negrito” o el “con leche”, pues transcurridos 30 días, consiguió una cava y un puesto fijo, donde arrancó su venta de refrescos y otros productos.

Luego del 8 de junio, cuando el Gobierno ordenó la apertura de los pasos binacionales, vio en la avenida Venezuela la opción perfecta para continuar con su trabajo. “Fue difícil hacer el lugar. Duré más de dos meses luchando, ya que la GNB nos corría a cada instante”, evocó.

Desde hace aproximadamente 15 días, gracias a su pareja, empezó a vender botas para dama, caballero, y niños. “No me puedo quejar, me ha ido bien”, aseveró quien tiene en mente convertirse en una gran empresaria. “Luego que pase la temporada, quiero viajar a Valencia y Caracas para ofrecer el calzado. Allá se vendería en dólares”, soltó.

Deysi Vargas espera que la alcaldía le permita seguir trabajando tras el vencimiento del permiso, el 10 de enero de 2020. “Por lo que nos dejaron ver, si mantenemos el sitio limpio y en orden, nos extenderán el permiso”, deseó la dama.
“Aquí es más estable, da para comer”

Carolina León tiene siete meses en San Antonio. Aunque vive en La Parada, labora en la avenida Venezuela, donde atiende un puesto de venta de franelas que le encargó una coterránea, de Valencia. “Aquí es más estable, da para comer”, remarcó.

Sus primeros pasos los dio en los intrincados mundos de las trochas. “Pasaba mercancía y ayudaba a gente a cruzar”, confesó con la mirada algo perdida en un pasado reciente, que deja palpar los peligros de la migración interna.

Las franelas, especificó León, son traídas de Bogotá, Colombia. Sin embargo, la dueña del negocio es quien se encarga de estampar los diversos modelos en cuanto a marcas e imágenes. “Nos ha ido bien. Han gustado y se venden. Como todo, hay días buenos y días malos”, señaló.

La joven, quien huyó de Valencia con su hijo de 15 años, sueña con ver nuevamente a su vástago estudiando. “Por los momentos, no le he conseguido cupo”, indicó quien a las 8:00 p.m. debe cerrar su puesto para alcanzar cruzar el puente. El adolescente, mientras entra al liceo, ayuda a su madre como “carruchero”.

Con información de El Nacional.

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